La
noche era fría, la plaza estaba alumbrada por la luz tenue de las farolas, y yo
sentado en aquel banco donde tantas veces conquistamos las nubes con formas e
ilusiones haciendo que nuestras mentes volaran mas allá de la frontera de la
imaginación. Recuerdo que llegaba tarde, solía hacerlo, como le gustaba hacerme
esperar y luego aparecer con esa sonrisa picara que me obliga a esbozar una
felicidad inimaginable en mi cara impidiendo enfadarme con ella.
Se
sentó y como siempre, se le había olvidado traer algo de ropa abrigada, no
quedándome más remedio que dejarle mi vieja chaqueta, nunca se cansaba, si por
ella hubiera sido creo que hasta se hubiera casado con esa prenda de cuero. Recuerdo
que siempre miraba las estrellas, esperando que le contara las razones por la
que el mundo es así, además sabia que a mi me encantaba inventar esas mil
historias solo para ella.
Pero
esa vez no me di cuenta que ella estaba esperando a que empezara a relatar, y
la miraba fijamente intentando descifrar porque tenía esa inmensa belleza. De
repente bajó su cabeza y me miro fijamente, a lo que yo dije:
“Si
alguna vez no te he dicho la razón de porque tienes esos ojitos tan bellos,
ahora mismo te lo digo. ¿Sabes que cuando naciste, dos luceros se asomaron por
las nubes a verte? pero los pobrecitos se cayeron, afortunada de ti que cayeron
en tus ojos, y afortunado de mi que ahora puedo verlos”
Como
siempre mostraba esa ilusión de niña, y esa sonrisilla que tanto me encantaba
ver, sabía que no me iba a responder así que no me quedo más remedio que
decirle:
“No
importa cuánto tiempo demores en darme una respuesta, aunque no lo digas, sé
que sientes lo mismo por mí, porque cada vez que te miro el verano, se dibuja
en tus mejillas, y eso no lo puedes evitar”
Aquí
estoy de nuevo en ese banco, mirando la misma mujer y la misma belleza que me
sigue encantando, y siendo una estupidez, no puedo parar de sonreír.
“¿Sabes?
Creía que exagerabas tus historias, pero como siempre, consigues que me las
crea todas”
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